La prevención requiere conciencia y compromiso: conciencia del mal a corto, mediano y largo plazo que hacemos al dañar a nuestros niños, de manera directa o indirecta; compromiso personal para hacer los cambios necesarios que generen desarrollo positivo en nuestro entorno.

Estamos inmersos en una cultura que promueve los valores materiales sobre la persona humana, y esto ha significado sacrificar tiempos de convivencia que han sido sustituidos por el contacto con las redes sociales. Aunado a ello, en este particular momento en el que la distancia social se ha impuesto por motivos de salud, el individualismo, el aislamiento, la falta de contacto cercano y frecuente ha propiciado que aquellas carencias afectivas que hemos cargado desde la infancia, afloren como síntomas dentro de nuestras familias.

Cada generación tiene la costumbre de sentenciar que “estos tiempos” son peores que los anteriores, y que “antes” no se veían muchas cosas que hoy lamentamos ver. Sin embargo, ¿de dónde han salido las nuevas generaciones con las dificultades y carencias que tanto nos alarman? La respuesta es sencilla pero también compleja: de los que les precedieron.

Por mucho tiempo estuvo normalizado el maltrato, el abuso, la violencia como herramientas educativas que se aprobaban y fomentaban en distintos ambientes.

Aunque hoy nos han repetido de muchas maneras que esto ha generado secuelas en los adultos que son padres de las nuevas generaciones, parte de nuestra sociedad se sigue resistiendo a cambiar esa vieja mentalidad y sigue priorizando el comportamiento en vez de la interioridad de los niños, niñas y adolescentes.

Seguimos enfatizando la obediencia por encima de la conciencia, y esto sigue cobrando un precio, pues para obtener esos comportamientos y obediencias ciegas, es necesario el uso del autoritarismo.

Seguimos privilegiando la competitividad frente a la cooperatividad, aunque la naturaleza nos ha hecho ver una y otra vez que solo los sistemas vivos más cooperativos evolucionan y sobreviven.

Seguimos pronunciando frases poco realistas acerca de “a mí me educaron así y no estoy tan mal” aunque tengamos ansiedad, se nos dificulte relacionarnos, tengamos ambivalencia en nuestro trato con otros o entremos en crisis negando la conexión entre nuestra crianza y nuestra problemática actual.

Lo que es peor: seguimos repitiendo patrones educativos y afectivos poco eficaces y lacerantes porque es lo que conocemos, sin intentar transformar nuestra visión y reconocer abiertamente: hemos estado equivocados, necesitamos intentarlo de otra manera, encontrar nuevos caminos.

No hay respuestas sencillas ni recetas de cocina, pero es indispensable partir del reconocimiento de que la realidad no salió exclusivamente de una serie de gobernantes perversos, o es culpa de las nuevas tecnologías y sus redes sociales, todos hemos contribuido a que esta sociedad no sea lo que deseamos.

¿Queremos un cambio? Comencemos por revisar nuestra historia personal, la manera en que fuimos tratados y tratamos a los demás, vayamos más allá y tomemos conciencia de aquello de lo que se nos acusa o se nos reclama, ¿Qué hay de verdad negada en todo ello?

Podemos transformarnos, cambiar nuestra manera de actuar, pero para ello, tenemos que cambiar nuestra creencia de que la manera en que lo estoy haciendo es buena o neutra. Si mi manera de proceder lastima, daña, reprime…, no es la forma adecuada.

Por: Lic. Carolina Téllez Estrada

Especialista en Protección de Menores

Artículo publicado en: Diócesis de San Juan de los Lagos, Boletín de Pastoral 496, octubre de 2021, p. 19.