Jesús le dijo: “Vete, llama a tu marido, y vuelve acá”. La mujer contestó: “No tengo marido”. Jesús le dijo: “Has dicho bien que no tienes marido, pues has tenido cinco maridos, y el que tienes ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad”.

Jn 4, 16-18

(En este tercer artículo que da continuidad al de junio y agosto, queremos seguir profundizando en la vulnerabilidad).

Cuando la vida nos ha sido difícil, diferente, compleja, fuera de lo común, lo más probable es que el rechazo haya estado presente en nuestra vida.

El pasaje bíblico de la Samaritana, es el ejemplo clásico de Jesús frente a la vulnerabilidad, frente a la posibilidad del rechazo, la manipulación a través de la tan ansiada aceptación, con un precio de por medio.

Desde la psicología, John Bolwlby habla que “el apego es de la cuna a la tumba”, entendiendo el apego, como esa necesidad de contención, consuelo, aceptación, aprobación, amor, afecto y que está presente durante toda la vida, y en la vida de cada ser humano.

¿Qué hubiera pasado si Jesús hubiera condicionado esa aceptación, él, judío, varón, superior a los samaritanos por condiciones históricas?, si él, le hubiera ofrecido esa Agua Viva a cambio de… lo que sea… que cambiara su vida, que fingiera ser lo que no es, que pretendiera algo… ¿qué habría sido de la samaritana?

Así, a nuestras vidas, llegan por profesión o vocación, samaritanas en busca de aceptación, con sus vidas heridas, conflictuadas, avergonzadas o carentes…, en una palabra, vulnerables.

Y tú y yo, tenemos una enorme responsabilidad: responder con respeto, amor y aceptación incondicional, que no implican relativismo, sino la fuerza de la expresión del amor incondicional del Padre a los seres humanos que promueven la conversión.

Dentro de esta interacción, este ir y venir, se mueven no solo las carencias ajenas, sino también las propias. No encontrar el amor, la estabilidad, la aceptación, el camino, es una realidad que nos es conocida por momentos a todos los seres humanos y es ahí, donde podemos ser luz u obscuridad.

Cuando frente a esas evidentes carencias, errores, o cuestionables acciones del otro, nos erigimos en jueces implacables, estamos en riesgo. ¿Pero riesgo de qué? Pues riesgo de sentirnos superiores, riesgo de tergiversar las cosas, riesgo de abusar de nuestra supuesta “superioridad” moral, religiosa o espiritual, riesgo de perder en el camino la humanidad.

Y aunque no nos acerquemos físicamente al otro de manera inapropiada, abusar de la vulnerabilidad del otro, de su necesidad, de manera autoritaria o espiritual, es abuso.

Necesitamos tomar conciencia y asumir con responsabilidad que, cuando atendemos a otros, algo de lo que nos están compartiendo, hace que resuenen nuestras propias trasgresiones, carencias o necesidades insatisfechas, para no cargárselas a la persona que estamos atendiendo y distinguir entre lo que es propio y lo que es de nuestro interlocutor.

Como vemos en otro texto bíblico, el de la mujer adúltera, Jesús le dijo: “yo tampoco te condeno” (Jn 8,11) porque la compasión y comprensión que redimen y generan conversión residen en la valoración de la propia fragilidad como parte de la condición humana, superable, en camino de trascendencia, en la que la gracia obra, no así en la condena intransigente que separa y anula.

Cuidemos entonces, aquello que nos hace “sentirnos superiores” para aplastar, señalar o rechazar, aquello que de nosotros somos incapaces de aceptar, corregir o modificar.

Esto…. evitará que caigamos en abusos de poder, de conciencia y de otro tipo.

Por: Lic. Carolina Téllez Estrada.

Especialista en Protección de Menores

Artículo publicado en: Diócesis de San Juan de los Lagos, Boletín de Pastoral 495, septiembre de 2021, pp. 18-19.