Autor: MTF. Carolina Téllez Estrada

Algunas de las preguntas más frecuentes que las personas hacen cuando una víctima habla del abuso sexual que vivió en la infancia es ¿por qué hasta ahora? ¿Por qué no lo dijo en su momento? ¿Qué pretende o por qué no deja las cosas atrás?

El abuso sexual es un trauma (herida, fractura) complejo, es decir, es una serie de situaciones adversas, dolorosas, amenazantes para la persona y que tiene varias fuentes.

Tiene que ver con la ruptura de la seguridad fundamental de la persona y sus capacidades para afrontar y procesar situaciones que rompe con la estabilidad de los sistemas fisiológicos del organismo.

Los niños, niñas y adolescentes dependen física, emocional y psicológicamente de los adultos que los rodean, es decir, no son capaces de valerse por sí mismos, de protegerse o de integrar las situaciones que el mundo exterior ofrece, para ello, cuentan con la presencia (o deberían contar) de sus padres o cuidadores, en teoría, adultos responsables que harán las veces de traductor de ese mundo externo, de protección constante de las situaciones adversas o inapropiadas para las que todavía no se encuentran preparados, y de sostén y apoyo para ir desarrollando poco a poco sus propios recursos.

El trauma complejo produce una reducción de al menos un 20% en el promedio de vida de la persona.

Cuando un niño, niña o adolescente vive un abuso sexual, estos supuestos filtros de protección, de traducción y de sostén que se supone tendrían que estar a su alrededor quedan trasgredidos, rotos, o inutilizados, lo que trasmite una serie de mensajes al menor: está solo, no hay quién lo proteja, no se puede defender y se encuentra a merced de su agresor, no tiene una comprensión completa de lo que está pasando y esto genera una serie de creencias internas que hacen que el niño, niña o adolescente interprete el mundo como un lugar peligroso en donde no es bueno confiar en los demás.

En estas condiciones, las víctimas sufren lo que se llama el síndrome del acomodo del abuso sexual, que es, por decirlo de manera extremadamente breve, buscando sobrevivir la persona se adapta a esa realidad horrible, en ocasiones, durante varios años.

Para lograrlo, se echan a andar mecanismos internos de defensa como el de disociación para poder seguir queriendo a aquél que está generando daño, seguir yendo a la escuela y saber que deberá regresar a casa cada día a convivir con su agresor y fingir que nada ha sucedido, etc.

Con el tiempo, los abusos cesan, terminan porque el agresor sale de la vida del niño, niña o adolescente, porque el agresor ha encontrado otra víctima, porque la víctima ha pasado el rango de edad del interés del agresor, o porque el agresor ha sido detenido a causa de otras víctimas…

Pero aún así, pueden pasar años antes que una persona pueda hablar de lo sucedido.

En la gran mayoría de los casos, el agresor ha hecho creer a la víctima que ella es la culpable de lo que ha sucedido, que ella lo provocó, que deseaba secretamente lo que le ha hecho, lo que genera una gran vergüenza y conductas autodestructivas en la víctima.

Pasados los años, a veces las memorias se acomodan sin molestar hasta que algo externo sucede que reactiva todo el trauma vivido. Es entonces que la persona vive nuevamente todo el shock del daño provocado, vuelven las pesadillas, los recuerdos, las sensaciones… junto con la vergüenza y el miedo que les acompañaron, pero tan vívidamente que pareciera haber pasado solo un instante.

Ante esta realidad, muchas veces alrededor de los 35 años, la persona se da cuenta que la herida sigue ahí, y lo comparte quizá por primera vez con algún adulto de su confianza, a veces la pareja, alguna amistad cercana, algún psicoterapeuta… en ocasiones relatando que intentó decirlo en su momento y no le creyeron, se burlaron, hicieron como si no lo hubiera dicho, o sencillamente nadie hizo nada…

Hablar es el inicio del reconocimiento de todo lo que esta herida tan grave ha hecho en su vida, y es parte fundamental del proceso de recuperación contar con alguien compasivo que sin ningún juicio escucha, acompaña, valida y recuerda algo que normalmente las víctimas suelen haber olvidado a estas alturas: solo eras un pequeño, hiciste lo mejor que pudiste, y nada, absolutamente nada de lo que pasó, ha sido culpa tuya.

Artículo publicado en: Diócesis de San Juan de los Lagos, Boletín de Pastoral 491, mayo de 2021, pp. 22-23.